Qué es adorar
Es la relación connatural del hombre con Dios, de la
creatura inteligente con su Creador. Los hombres y los ángeles deben adorar a
Dios. En el cielo, todos, las almas bienaventuradas de los santos y los santos
ángeles, adoran a Dios. Cada vez que adoramos nos unimos al cielo y traemos nuestro pequeño
cielo a la tierra.
La adoración es el único culto debido solamente a Dios.
Cuando Satanás pretendió tentarlo a Jesús en el desierto le ofreció todos los
reinos, todo el poder de este mundo si él lo adoraba. Satanás, en su soberbia
de locura, pretende la adoración debida a Dios. Jesús le respondió con la
Escritura: “Sólo a Dios adorarás y a Él rendirás culto”.
Qué es la adoración eucarística
Es adorar a la divina presencia real de Jesucristo, Dios y
hombre verdadero, en la Eucaristía.
Jesucristo, al comer la Pascua judía con los suyos, aquella
noche en la que iba a ser entregado, tomó pan en sus manos, dando gracias
bendijo al Padre y lo pasó a sus discípulos diciendo: “Tomad y comed todos de
él, esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros”, al final de la cena,
tomó el cáliz de vino, volvió a dar gracias y a bendecir al Padre y pasándolo a
los discípulos dijo: “Tomad y bebed todos de él, este es el cáliz de mi sangre.
Sangre de la Alianza Nueva y Eterna que será derramada por vosotros y por
muchos para el perdón de los pecados.”
Él dijo sobre el pan: “Esto es mi cuerpo”, y sobre el vino:
“Esta es mi sangre”. Pero, no sólo eso, agrego también: “Haced esto en
conmemoración mía”. Les dio a los apóstoles el mandato, “haced esto”, el
mandato de hacer lo mismo, de repetir el gesto y las palabras sacramentales.
Nacía así la Eucaristía y el sacerdocio ministerial.
Cada vez que el sacerdote pronuncia las palabras
consagratorias es Jesucristo quien lo ha hecho y se hace presente su cuerpo y
su sangre, su Persona Divina. Porque Jesucristo es Dios verdadero y hombre
verdadero. Siendo Jesucristo Dios y estando presente en la Eucaristía, entonces
se le debe adoración.
En la Eucaristía adoramos a Dios en Jesucristo, y Dios es
Uno y Trino, porque en Dios no hay divisiones. Jesucristo es Uno con el Padre y
el Espíritu Santo y, como enseña el Concilio de Trento, está verdaderamente,
realmente, substancialmente presente en la Eucaristía.
La Iglesia cree y confiesa que «en el augusto sacramento de
la Eucaristía, después de la consagración del pan y del vino, se contiene
verdadera, real y substancialmente nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y
hombre, bajo la apariencia de aquellas cosas sensibles» (Trento 1551: Dz
874/1636).
La divina Presencia real del Señor, éste es el fundamento
primero de la devoción y del culto al Santísimo Sacramento. Ahí está Cristo, el
Señor, Dios y hombre verdadero, mereciendo absolutamente nuestra adoración y
suscitándola por la acción del Espíritu Santo. No está, pues, fundada la piedad
eucarística en un puro sentimiento, sino precisamente en la fe. Otras
devociones, quizá, suelen llevar en su ejercicio una mayor estimulación de los
sentidos –por ejemplo, el servicio de caridad a los pobres–; pero la devoción
eucarística, precisamente ella, se fundamenta muy exclusivamente en la fe, en
la pura fe sobre elMysterium fidei («præstet fides supplementum sensuum
defectui»: que la fe conforte la debilidad del sentido; Pange lingua).
Por tanto, «este culto de adoración se apoya en una razón
seria y sólida, ya que la Eucaristía es a la vez sacrificio y sacramento, y se
distingue de los demás en que no sólo comunica la gracia, sino que encierra de
un modo estable al mismo Autor de ella.
«Cuando la Iglesia nos manda adorar a Cristo, escondido bajo
los velos eucarísticos, y pedirle los dones espirituales y temporales que en
todo tiempo necesitamos, manifiesta la viva fe con que cree que su divino
Esposo está bajo dichos velos, le expresa su gratitud y goza de su íntima
familiaridad» (Mediator Dei164).
El culto eucarístico, ordenado a los cuatro fines del santo
Sacrificio, es culto dirigido al glorioso Hijo encarnado, que vive y reina con
el Padre, en la unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Es,
pues, un culto que presta a la santísima Trinidad la adoración que se le
debe (+Dominicæ Cenæ 3).
La Eucaristía es el mayor tesoro de la Iglesia ofrecido a
todos para que todos puedan recibir por ella gracias abundantes y bendiciones.
La Eucaristía es el sacramento del sacrificio de Cristo del que hacemos memoria
y actualizamos en cada Misa y es también su presencia viva entre nosotros.
Adorar es entrar en íntima relación con el Señor presente en el Santísimo
Sacramento.
Adorar a Jesucristo en el Santísimo Sacramento es la
respuesta de fe y de amor hacia Aquel que siendo Dios se hizo hombre, hacia
nuestro Salvador que nos ha amado hasta dar su vida por nosotros y que sigue
amándonos de amor eterno. Es el reconocimiento de la misericordia y majestad
del Señor, que eligió el Santísimo Sacramento para quedarse con nosotros hasta
el fin de mundo.
El cristiano, adorando a Cristo reconoce que Él es Dios, y
el católico adorándolo ante el Santísimo Sacramento confiesa su presencia real
y verdadera y substancial en la Eucarística. Los católicos que adoran no sólo
cumplen con un acto sublime de devoción sino que también dan testimonio del
tesoro más grande que tiene la Iglesia, el don de Dios mismo, el don que hace
el Padre del Hijo, el don de Cristo de sí mismo, el don que viene por el
Espíritu: la Eucaristía.
El culto eucarístico siempre es de adoración. Aún la
comunión sacramental implica necesariamente la adoración. Esto lo recuerda el
Santo Padre Benedicto XVI en Sacramentum Caritatis cuando cita a san Agustín:
“nadie coma de esta carne sin antes adorarla…pecaríamos si no la adoráramos”
(SC 66). En otro sentido, la adoración también es comunión, no sacramental pero
sí espiritual. Si la comunión sacramental es ante todo un encuentro con la Persona
de mi Salvador y Creador, la adoración eucarística es una prolongación de ese
encuentro. Adorar es una forma sublime de permanecer en el amor del Señor.
Por tanto, vemos que la adoración no es algo facultativo,
optativo, que se puede o no hacer, no es una devoción más, sino que es
necesaria, es dulce obligación de amor. El Santo Padre Benedicto XVI nos
recordaba que la adoración no es un lujo sino una prioridad.
Quien adora da testimonio de amor, del amor recibido y de
amor correspondido, y además da testimonio de su fe.
Ante el misterio inefable huelgan palabras, sólo silencio
adorante, sólo presencia que le habla a otra presencia. Sólo el ser creado ante
el Ser, ante el único Yo soy, de donde viene su vida. Es el estupor de quien
sabe que ¡Dios está aquí! ¡Verdaderamente aquí!
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